Si hay algo que ha quedado claro el año pasado es que se está produciendo un cambio social. Esto se debe a una serie de variables. La llamada globalización económica ha llevado a prácticas cuasi monopolísticas que empobrecen la estructura económica, especialmente en aquellos países con economías emergentes. Por otro lado, lejos de reducir la violencia y las guerras, en este siglo todavía estamos empeñados en matarnos unos a otros, incluyendo ahora también el continente europeo con la guerra en Ucrania. Además sufrimos una crisis climática cuyas causas no están del todo claras pero cada vez apuntan más a la actividad humana, lo que deteriora los procesos productivos, especialmente los relacionados con la agricultura y la ganadería. Las sequías, la destrucción de tierras fértiles, la contaminación de los ríos, etc., contribuyen a aumentar los movimientos migratorios de millones de personas en busca de mejores condiciones de vida, causando enormes problemas y desafíos de bienestar en los países de acogida.
Esta combinación de circunstancias tiene consecuencias para la protección de la salud en el sentido de mayores riesgos biológicos, nuevas enfermedades, menos recursos disponibles para garantizar la atención sanitaria, etc. Así, crecen las demandas de cobertura en países que no cuentan con una atención sanitaria pública adecuada que garantice un nivel mínimo de atención a sus ciudadanos y, al mismo tiempo, donde sí tenemos cobertura, la llamada Seguridad Social, vemos crecientes problemas de gestión, falta de recursos, saturación de prácticas médicas, sobreexplotación de hospitales y centros de salud. No ha habido -y no habrá a corto y medio plazo- una política sanitaria capaz de frenar el deterioro de la sanidad pública (el caso de España es paradigmático), ya que el tejido productivo está dañado y requiere medidas que los políticos no están dispuestos a tomar.
¿Y entonces qué? Ante tal acumulación de adversidades sería prioritario establecer leyes que pudieran constituir las bases para garantizar sistemas de protección óptimos, quizás promovidos bajo la tutela de la Unión Europea, y no como meros consejos o directivas ambiguas e ineficaces. Ahora que se habla de reforzar la Unión, esta sería una cuestión prioritaria. Además, hay que optimizar los recursos y el trabajo, las instalaciones y los trabajadores, la llamada productividad, en una palabra. Según las últimas estadísticas, la producción por trabajador y hora trabajada en nuestro país sufrió la mayor caída en toda la Eurozona (10,6 puntos) desde el final de la crisis de 2008-2013 hasta 2021.